Segundo Seminario Internacional sobre Género y Lenguaje:
Género y Cortesía 2006
International Perspectives on Gender and Language
Col.lecció / Colección
QUADERNS DE GÈNERE, SEXE I LLENGUATGE
CUADERNOS DE GÉNERO, SEXO Y LENGUAJE
Bou, Sergio Maruenda,
Gora Zaragoza (eds.)
La búsqueda de integración en una sociedad hermética:
un reto para la cortesía.
A.Emma Sopeña Balordi
Universitat de València
Introducción
El propósito de este trabajo es el análisis de una parte del libro de Tracy Chevalier El azul de la virgen, en la que pone de manifiesto, de manera muy acertada, las dificultades con las que se encuentra una mujer americana, casada con un ejecutivo americano igualmente, que se esfuerza en vano por integrarse en la hermética vida de un pueblecito en Francia. A pesar de todos sus intentos por comprender la manera de parecer agradable a las gentes del pueblo, no lo conseguirá nunca: el estigma de la diferencia resulta un impedimento demasiado profundo para ser suavizado con los encantos de la cortesía.
0. Resumen del libro El azul de la virgen
Isabelle de Moulin vive fascinada por el profundo color azul de la hornacina de la Virgen en la iglesia de su pueblo. Es la Francia del s. XVI, cuando el protestantismo libra una lucha feroz contra la religión romana. Cuatrocientos años más tarde, una americana, Ella Turner, llega al mismo pueblo con su marido, que ha sido destinado en Francia. Guiada por unos extraños sueños – y con la ayuda del bibliotecario de quien termina enamorándose -, buscará el rastro del pasado, hasta desentrañar el secreto familiar, permanecido oculto durante siglos.
Ella Turner, en su estancia en el pueblo, hace todo lo posible por integrarse en la vida francesa, toma clases de francés, se fija en las costumbres de las gentes del pueblo, pero en vano; lleva la marca de la mujer americana en su aspecto y en su forma de comportarse, y no es aceptada. Este sentimiento de soledad, unido al descubrimiento de sus raíces y a la relación sentimental que entabla con el bibliotecario – otro ser desarraigado que conoce bien la vida americana por haber vivido en los Estados Unidos -, provocarán la ruptura de su matrimonio.
1. La difícil búsqueda de la integración
Integrarse en una sociedad diferente a la propia – los lingüistas pragmáticos lo saben perfectamente – no estriba solamente en aprender la lengua, ni siquiera en seguir estrictamente las normas sociales del lugar; todo un compendio de savoir faire impide la súbita integración en la vida de una sociedad, sobre todo si se trata de una pequeña comunidad provinciana. Existen códigos y convenciones que rigen los comportamientos: la cortesía del lugar, el savoir vivre y las bonnes manières (que no se confunden con la etiqueta, aunque pueden llegar a ser igualmente rígidas). Estos códigos de comportamiento facilitan el día a día de los individuos, sus relaciones y crean una armonía social. Definen lo que se espera de cada cual en cada momento, lo permitido y lo prohibido, dictan las obligaciones según las jerarquías sociales, el sexo, la edad, etc., y permiten situar a las personas donde le «corresponde»: es, en cierto modo, una comodidad, una evitación de situaciones comprometidas. La ausencia de un comportamiento esperado, o al contrario, la presencia de un comportamiento cuando no se espera ninguno, atraerá la atención de forma negativa.
2. Toma de contacto con la vecindad
Ella Turner, en su primer día como residente en el pueblo, entra en la panadería de la plaza, comercio prototípico del día a día de la pequeña sociedad provinciana.
Del texto de trabajo tomaremos no solamente los elementos lingüísticos sino los paralingüísticos, ya que éstos van a poner de manifiesto de manera fidedigna las actitudes ante la presencia de la extraña.
La panadera, ante la presencia de la extraña, realiza la correspondiente inspección:
(44) – Cuando terminó con el cliente anterior se volvió hacia mí, ojos negros que me examinaron:
– Bonjour, madame – dijo con la entonación cantarina que las francesas usan en las tiendas.
Sin duda alguna, la americana había imaginado un escenario trasladado de su país: esa «cálida bienvenida» con la que se recibe al recién llegado a una comunidad de vecinos en los Estados Unidos. Pero «Madame la boulangère» permanece expresivamente inalterable clavándole su mirada inquisitiva:
(44) – Bonjour – respondí, mientras contemplaba el pan en las estanterías de detrás y pensaba: ésta será mi boulangerie de ahora en adelante. Pero cuando volví a mirar a mi interlocutora, con la esperanza de una cálida bienvenida, se esfumó mi confianza. Allí seguía, inmóvil detrás del mostrador, la cara como un escudo de piedra.
Abrí la boca; no salió nada. Tragué saliva. La panadera me miró fijamente y dijo:
– Oui, madame? – exactamente con el mismo tono que la primera vez, como si los últimos segundos de incomodidad no hubieran existido.
Bergson, en su obra La risa (1973), defiende que una de las formas de producción más fructíferas del discurso cómico es el tratamiento de la vida como un mecanismo de repetición. De la confrontación paradójica entre la flexibilidad – el cambio continuo de la vida – y la rigidez – la repetición – nace el principio bergsoniano de la comicidad. En nuestro entorno, en las continuas interrelaciones humanas, encontramos este antagonismo. El cambio constante en los fenómenos es lo que separa lo viviente de lo mecánico, en la fosilización de esa facultad de la naturaleza para el cambio encontramos una fuente inagotable de comicidad. La repetición es, por lo tanto, una especie de caricatura mecánica de la vida en su progreso continuo. La mente es vida, movimiento, y no admite la repetición.
La panadera, caricatura prototípica, repite en el mismo tono idénticas palabras, a sabiendas del embarazo expresivo de la extranjera. Su actitud se asemeja a la que describe Bergson en su citada obra, trascendental para el estudio de la comicidad; se dirige a la extranjera reproduciendo su acto de habla con la misma prosodia empleado desde el principio de la transacción y fijando en la cliente idéntica mirada indagadora.
(44) – Vacilé y luego señalé las baguettes.
– Une – conseguí decir, aunque sonó más bien como un gruñido. El rostro de la panadera se modificó hasta alcanzar la rigidez de la desaprobación. Extendió la mano hacia atrás sin mirar, los ojos siempre clavados en mí.
– (45)- Quelque chose d’autre, madame?
Y en el mismo intercambio:
(45)- Merci, madame – salmodió con rostro inescrutable y ojos de pedernal.
– Au revoir, madame.
La panadería va a suponer para la americana un examen cotidiano. A lo largo de su estancia en el pueblo, procurará hacer todo lo posible por congraciarse la dueña, incluso intentar ponerse en su lugar. La protagonista realiza un esfuerzo de distanciamiento con el fin de imaginar la imagen que de ella misma tiene la persona que para ella simboliza la colectividad: una extranjera con poco dominio del idioma y carente de «mapa».
(45) – Por un momento me situé fuera de mí y me vi como debía verme aquella mujer: extranjera, de paso, lengua espesa que tropieza con sonidos peculiares, necesitada de un mapa para situarse en un paisaje extraño y de una guía de bolsillo y un diccionario para comunicarse. Logró que me sintiera perdida en el momento mismo en que creía haber encontrado un hogar.
Sin embargo, la selección lexical que utiliza la enunciadora para expresar sus emociones y sentimientos de desvinculación ponen de manifiesto, además de la inseguridad que estamos comentando – estado emocional debido a las complejas circunstancias por las atraviesa que merman su autoestima -, una de las creencias irracionales de las que nos habla una rama de la terapia cognitiva, la TREC (Terapia Racional Emotivo Conductual).
La americana, obsesionada y ofuscada por el trato adusto recibido por la panadera, interpreta la visión que cree que los demás tienen de ella (tan ridícula como parecía).
La inseguridad y el afán por integrarse la conducen al empeño por demostrar continuamente que no es lo que parece.
(45) – Contemplé el amplio surtido de la panadería, deseosa de demostrarle que no era tan ridícula como parecía. Señalé las quiches de cebolla y logré decir:
– Et un quiche – una fracción de segundo después supe que me había equivocado de artículo, tenía que haber usado el femenino une, y gemí para mis adentros.
El miedo al error produce en la protagonista tal efecto que una pequeña equivocación morfológica significa un desgarro interior.
(45) – Registró las compras en la caja. Le entregué el dinero en silencio y después me percaté, cuando depositó el cambio en una bandejita sobre el mostrador, que debería haberlo dejado allí en lugar de dárselo directamente. Fruncí el ceño. Era una lección que tendría que haber aprendido.
El desconocimiento de las costumbres, como el lugar donde se deposita el cambio de la compra, también le supone un malestar evidente; lo que llama la atención es el lenguaje que ella misma emplea para referirse a dichos desajustes: el uso de verbos de obligación, dentro de la TREC, evidencia otro tipo de creencia irracional (tendría que haber aprendido). Obsérvese que ni siquiera utiliza la expresión de mandato (tener que) refiriéndose al futuro (una necesidad de ponerse al día de las costumbres locales) sino en el pasado, es decir que se recrimina no haber aprendido una costumbre cuando todavía no ha tenido ocasión para ello: la autocensura es exacerbada.
Otro elemento de malestar para la americana, relacionado con las costumbres locales, se refiere a la adecuada utilización de las fórmulas de cortesía:
(68) – No había aprendido aún a dar las gracias a los franceses. Cuando compraba algo, parecían darme las gracias demasiadas veces durante la transacción y nunca estaba segura de su sinceridad. Era difícil analizar el tono de voz.
Uno de los comportamientos que acompañan a la inseguridad suele ser la necesidad imperiosa de poner parches a las situaciones en las que el enunciador se siente incómodo. Esta actitud reparadora se manifiesta explícitamente en el siguiente comentario:
(46) – Me volví para marcharme, luego me detuve pensando que tenía que haber alguna manera de arreglar aquello. Miré a la panadera, que había cruzado los brazos sobre el amplio pecho.
– Je … nous … nous habitons près d’ici, l’a-bas – mentí, señalando con gestos excesivos detrás de mí, apropiándome de un territorio en algún lugar de su pueblo.
La panadera hizo un gesto de asentimiento.
– Oui, madame. Au revoir, madame.
– Au revoir, madame – respondí, girando en redondo y saliendo de la tienda.
Ella, Ella, pensé mientras, alicaída, cruzaba la plaza, ¿qué haces, mentir para quedar bien?
Faltar a la verdad de manera tan grotesca para salvar la cara le produce cargo de conciencia. Sin embargo, la reflexión posterior le conduce a una «penitencia» tal y como indican las terapias conductistas, la protagonista decide realizar una exposición al agente desestabilizador:
(46) – No mientas, entonces. Vente a vivir aquí. Enfréntate todos los días con Madame y sus croissants – murmuré, a modo de réplica.
La huella que deja su desafortunada relación de vecindad con la panadera es tal que al regresar al comercio acompañada por su marido, la emoción le hace enrojecer y retomar sus percepciones anteriores; a pesar del comportamiento «cortés» de la panadera detecta «hostilidad» en su actitud hacia ella, y, evidentemente, esa hostilidad percibida la desestabiliza.
(47) – Volvimos a entrar en la boulangerie para comprar más quiches de cebolla. Me puse colorada cuando Madame me miró, si bien dirigió casi todos sus comentarios a Rick, que la encontró divertidísima y rió entre dientes sin que ella pareciera ofenderse en lo más mínimo. Me di cuenta de que encontraba apuesto a mi marido: en una tierra de cabellos oscuros muy cortos su coleta dorada era una novedad, y Rick no había perdido aún el moreno californiano. Conmigo se mostró cortés, pero detecté una hostilidad subyacente que me puso nerviosa.
Incluso su marido le recrimina su obsesión, tachándola de actitud paranoica típica de las americanas de la costa Este. Ella insiste en el efecto que le produce: desestabilización, inestabilidad e inseguridad.
(47) – Es una lástima que las quiches sean tan buenas – le comenté a Rick al salir otra vez a la calle -. De lo contrario nunca volvería a poner los pies en esta panadería.
– Vamos, cariño, ya estás otra vez tomándote las cosas demasiado a pecho. No te me conviertas ahora en una típica paranoica de la Costa Este.
– Hace que me sienta fuera de lugar.
– Malas relaciones con el cliente. ¡Vaya! Será mejor conseguir un consultor de personal para que le dé un repaso.
3. El estereotipo y la marca de la diferencia
El estereotipo (la imagen mental simplificada sobre un grupo que comparte cualidades estereotípicas) – presente en toda la parte de la obra de Chevalier que describe la presencia de la protagonista americana en el pueblecito – se hace explícito en el comentario de la profesora de francés:
(50) – Si no pronuncia bien las palabras, nadie entenderá lo que diga – afirmaba -. Por añadidura, se darán cuenta de que es extranjera y no la escucharán. Los franceses son así.
Otra alusión al estereotipo del carácter francés la hallamos en el comentario del marido de la protagonista:
(86) – Oye, Ella, ¿qué ha sido de tu optimismo? ¿No irás a comportarte como si fueras francesa, verdad? (…)
Aunque sabía que acababa de mostrarme crítica con el pesimismo de Jean-Paul, procedí a repetir sus palabras.
– Sólo trato de ser realista.
(…) Era cierto que me sentía menos optimista; quizá estaba asimilando la actitud cínica de los franceses que me rodeaban. Rick daba un giro positivo a todo; era su actitud positiva lo que le había llevado al éxito. (…) Cerré la boca, tragándome el pesimismo.
Los comportamientos diferenciadores de los habitantes del pueblo son descritos por la protagonista en los siguientes términos, que valoraremos según los principios teóricos de la cortesía:
– conversaciones interrumpidas en su presencia
– cortesía estrictamente aplicada en casos de necesidad interaccional (compras, etc.)
– responder a los saludos pero no iniciarlos
(60) – La gente nunca tenía prisa como para renunciar a detenerse y charlar un momento con cualquiera.
Con cualquiera menos conmigo, he de confesarlo. Por lo que sabía, Rick y yo éramos los únicos extranjeros del pueblo y se nos trababa en consonancia. La conversaciones se interrumpían cuando entraba en las tiendas, y al reanudarse tenía la seguridad de que el tema había pasado a ser algo inocuo. La gente era cortés conmigo, pero al cabo de varias semanas me seguía pareciendo que no había tenido una verdadera conversación con nadie. Me propuse saludar siempre a las personas que reconocía, y ellas me respondían, pero nadie me saludaba primero ni se paraba a hablar. Traté de seguir el consejo de madame Sentier y hablé en francés todo lo que pude, pero recibí tan pocos estímulos que se me secaron las ideas. Sólo cuando se producía una transacción, cuando estaba comprando cosas o pedía instrucciones para llegar a algún sitio, la gente del pueblo me obsequiaba con unas pocas palabras.
(…) nos hacíamos inclinaciones de cabeza, pero sin llegar a conversar. Sólo harán falta otros diez años, pensé con amargura.
4. La cortesía en el círculo privado
La protagonista alude en numerosas ocasiones al concepto de cortesía. Tal vez con una idea preconcebida de la politesse francesa aprendida en los EEUU, llega al pueblecito intentando aplicarla y comprender el uso que los franceses hacen de ella. Sin embargo, los comportamientos no le cuadran: las flores que lleva a la anfitriona, según su forma de pensar, debería haberlas puesto en un jarrón con agua, y el vino, elegido con tanto cuidado, haber sido ofrecido en la cena. Las sonrisas corteses que recibe al llevar los regalos no suplen el desencanto de ver sus flores abandonadas en su envoltorio y esperar, en vano, que degusten el vino.
Por otra parte, la americana realiza un esfuerzo considerable para seguir las conversaciones en francés, sin embargo, la anfitriona se dirige a ella en inglés con afán de demostrar que su inglés es mucho mejor que el francés de su invitada.
Los temas de conversación que la anfitriona inicia tampoco ayudan al mantenimiento de un intercambio fluido. Desde el punto de vista de la cortesía, la anfitriona con una aparente facilitación del intercambio conversacional, está dañando la imagen positiva de su invitada. No podemos olvidar, por otra parte, que en esa velada las mujeres ejercen de acompañantes de sus maridos ejecutivos, por lo cual la presencia de la mujer extranjera es todavía más delicada: las demás acompañantes son francesas y se conocían, estaban por lo tanto en su ambiente, en tanto que la recién llegada desconoce las normas de la cortesía francesa y tiene dificultades con el idioma. Alejada de su marido, que se hallaba hablando de cuestiones empresariales con los demás ejecutivos, se siente perdida, extraña e incómoda.
Previamente, la americana se había sentido fuera de lugar al no haberse vestido adecuadamente para el encuentro: no habiendo recibido indicaciones sobre el tipo de velada, optó por un vestido clásico pero se trataba de una cena de campo informal.
(88-89-90) (…) me sentí, al mismo tiempo, demasiado arreglada y pasada de moda. Me sonrieron cortésmente y sonrieron de nuevo al aceptar las flores y el vino que les llevábamos, pero me fijé en que Chantal abandonó las flores, todavía envueltas, en un aparador del comedor, y que nuestra botella, cuidadosamente elegida, no apareció en la mesa durante el almuerzo.
(…) la conversación entre nosotros (…) me pareció aburrida y en ocasiones desmoralizadota. (…) Chantal y yo charlamos incómodamente en una mezcla de francés e inglés. Yo trataba de hablar sólo en francés, pero ella se pasaba una y otra vez al inglés cuando tenía la impresión de que me perdía. Hubiera sido descortés por mi parte seguir hablando en francés, de manera que me pasaba al inglés hasta que hacíamos una pausa; entonces iniciaba otro tema en francés. El diálogo se convirtió en un cortés forcejeo entre las dos; creo que Chantal disfrutaba un tanto demostrando que su inglés era mucho mejor que mi francés. Y no le interesaban las trivialidades; en el espacio de diez minutos había repasado todos los grandes problemas del mundo y me miraba desdeñosa cuando yo no tenía una respuesta contundente para cada uno de ellos. (…) aunque yo me esforzaba mucho más por hablar con los dos en su idioma. Pese a mi empeño por comunicar, apenas me escuchaban.
(90) – Vaya , qué gente tan agradable, ¿no es cierto?
(…)
– No han tocado ni el vino ni las flores.
Tras la velada, la protagonista insiste en que la siguen considerando como extranjera, motivo por el cual se ve en la necesidad de «cambiar» con el fin de no destacar. Es aquí cuando interviene, de nuevo, la cuestión de género como elemento diferenciador de actitudes en las relaciones interpersonales. El marido de la protagonista, que lleva el pelo largo y rubio recogido en una cola, no siente la necesidad de cambiar su aspecto en lo más mínimo, es decir no entiende ni acepta una normalización homogeneizadora. La americana pretende encajar sobre todo por su condición de mujer acompañante.
(90) – No parecías encontrarte muy a gusto. ¿Qué es lo que no ha funcionado?
– No lo sé. Sólo siento …, sólo siento que no encajo, eso es todo. No parece que sea capaz de hablar con la gente como en Estados Unidos.
(91-92) – (…) La gente sigue viéndome como americana.
– Eres americana, Ella.
– sí, ya lo sé. Pero tengo que cambiar un poco mientras estoy aquí.
– ¿Por qué?
– ¿Por qué? Porque de lo contrario destaco demasiado. La gente quiere que sea lo que ellos esperan; quieren que sea como ellos. (…)
Rick pareció desconcertado.
– Pero tú eres tú – (…) No necesitas cambiar.
– No se trata de eso. Más bien es cuestión de adaptarse.
– (…)
– Creo que serías mucho más feliz si no te preocuparas tanto por encajar. A la gente le parecerás bien tal como eres.
– Quizá (…) Rick poseía el don de que lo aceptaran sin tener que molestarse en encajar. (…) Yo, (…) pese a mis esfuerzos por encajar, destacaba como un rascacielos.
5. El estigma del americanismo
La americana se da perfecta cuenta de los elementos diferenciadores en su modo de vestir. Lo que siempre había considerado cómodo, le parece ahora vulgar y desaliñado, y siente vergüenza de ella misma.
(93) (…) me sentía invisible entre ellas, fantasma desmelenado que se apartaba para dejarlas pasar. (…) Se tomaban muy en serio su imagen. Al pasar entre ellas sentía que me miraban disimuladamente, que me juzgaban por el pelo (…) por la ausencia de maquillaje, por las blusas siempre arrugadas, por las ruidosas sandalias sin tacón (…) Estaba segura de advertir en sus rostros fogonazos de compasión.
¿Saben que soy americana?, me pregunté. ¿Es tan evidente?
Lo era; yo misma reconocía a la pareja de compatriotas de mediana edad que me precedía (…) sin otra referencia que la ropa que llevaban y su manera de andar.
Retorna una y otra vez a la evidencia de su nacionalidad – evidencia que ella misma reconoce en otras compatriotas – y al deseo urgente de ser aceptada en la sociedad en la que se ve obligada a vivir.
(145) – Me disponía a decir algo sobre el deseo de que me aceptaran los franceses, sobre sentir que el país era algo mío.
En relación con esta obsesión de la protagonista, destacaremos la desagradable sensación que sufre cuando considera que su aspecto desaliñado de mujer americana es más evidente tras haber pasado una noche en casa del joven bibliotecario. Difícilmente un hombre en las mismas circunstancias sentiría tal malestar y habría temido que su aspecto delatase una infidelidad.
(247) – Estaba convencida de que todo el mundo me miraba, veía las arrugas del vestido, las ojeras. Vamos, Ella, siempre te miran, traté de darme ánimos. Te pasa porque sigues siendo una forastera, no porque acabes de … No fui capaz de terminar la frase.
El último elemento que pondremos de manifiesto es la actitud de desprecio que sufre por parte de un funcionario de aspecto anciano de la Biblioteca del pueblo, así como la invasión del territorio espacial de la americana por parte de éste.
(156-157) – Su mirada era de desconfianza (…)
– Bonjour, monsieur Joudain – le saludé con tono decidido.
Gruñó algo y siguió mirando el periódico.
– Me llamo Ella Turner…, Tournier – continué, pronunciando el francés con mucho cuidado -. (…)
Me miró brevemente y luego continuó leyendo el periódico.
– ¿Monsieur? Es usted monsieur Joudain ¿no es cierto? (…)
Dijo algo que no entendí.
– Pardon? – le pregunté.
Volvió a hablar de manera incomprensible y me pregunté si estaba borracho. Cuando le pedí una vez más que repitiera lo que había dicho, agitó las manos y me salpicó de saliva, soltando un torrente de palabras. Di un paso atrás.
– ¡Dios mío! ¡Menuda caricatura! – murmuré en inglés.
Entornó los ojos y volvió a gruñir; di media vuelta y me marché.
(158) (…) el secretario de la mairie reapareció con una caja grande y la dejó caer sobre la mesa. Luego, sin mirarme ni dirigirme la palabra, se volvió a marchar.
(…)
A mediodía me echó (…) mi miró iracundo y gruñó algo. Sólo me enteré de lo que decía por los golpes que se daba en el reloj de pulsera.
En lo que se refiere al comportamiento grosero del funcionario, entendemos que lo podría ejercer igualmente sobre un hombre, sin embargo el hecho de atreverse no sólo a adjudicarle un apodo a la extranjera por el color del pelo sino a tocárselo nos conduce a considerar que tales hechos no se habrían producido en el caso de haber sido un hombre. Se trata, sin lugar a dudas, de un abuso de poder – dentro del poder que la situación le permite – por parte de esta «caricatura» de funcionario sobre una mujer que se muestra, de manera evidente, en inferioridad de condiciones por su poco dominio de la lengua francesa y por necesitar ayuda para localizar unos documentos. La invasión del territorio espacial es inaceptable y supone para la extranjera una afrenta.
(160) – Me miraba el pelo.
– La Rousse – murmuró.
– ¿Cómo? – dije con brusquedad, alzando la voz. Se me puso la carne de gallina.
Monsieur Jourdain abrió mucho los ojos, extendió el brazo y me tocó el pelo.
– C’est rouge. Alors, La Rousse.
– Mi pelo es más oscuro, monsieur.
– Rouge – repitió con firmeza.
6. Conclusiones
Tres elementos han configurado el análisis de una parte de la obra de Chevalier: las dificultades de integración en una sociedad con costumbres muy arraigadas, el agravamiento de esas dificultades en el caso de la mujer y la disparidad de usos corteses entre dos sociedades, incluso en el mundo occidental.
El desarraigo produce efectos inesperados: la protagonista – de profesión comadrona en los EEUU – tiene unos comportamientos en el pueblecito francés de inseguridad e inmadurez que nunca habría tenido en su país. Con una idea obsesiva de ser aceptada por los habitantes se convence de que tiene que cambiar su personalidad para adaptarse al estereotipo de la provinciana francesa, sin darse cuenta de que esos esfuerzos son menospreciados y de que nunca será aceptada sencillamente porque es diferente, es americana.
Las circunstancias personales en las que se encuentra acrecientan su inseguridad y su obcecación: está desocupada (por lo que dispone de todo su tiempo para concentrarse en las ideas fijas), no consigue quedarse embarazada, padece psoriasis, descubre un pasado misterioso en su ascendencia francesa y no encuentra la manera adecuada de comportarse en el pueblo sin llamar la atención.
La protagonista, una mujer culta con mundología y bien educada, se encuentra siempre en falta desde su llegada al pueblo y su concepto de la cortesía – al que continuamente se alude en el texto – queda continuamente trastocado en sus encuentros con los habitantes del pueblo, ya sean de clase modesta o incluso con los ejecutivos de la empresa en la que trabaja su marido.
Esta situación agobiante termina por hacer saltar en pedazos su matrimonio.
Sus intentos desesperados por afrancesarse han fracasado.
BERGSON, H. (1940) Le rire. Paris: Presses Universitaires de France. (1986) [1973] La risa. Madrid: Espasa-Calpe, S.A
CHEVALIER, T. (2004) El azul de la virgen. Madrid: Punto de lectura. (Traducción española de: J.L.López Muñoz).
Editoriales en versión original inglesa:
UK HarperCollins
US PenguinPutnam
Primera edición 1997