viajar

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Viajar

Hay quien tiene la maleta abierta y va llenándola poco a poco, yo, como soy de letras, me la hago por escrito días antes de salir de viaje.
Es genial viajar. Me lo enseñó mi madre cuando era muy pequeña, con ella viajaba por Europa, lo de los otros continentes vino después. Sí, he viajado muchísimo y ahora, si no fuera por salir con mi hijo, no se me ocurriría meterme en estos berenjenales. Es que viajar se ha vuelto difícil y mucho más cansado que antes. Sobre todo si no se vive en una ciudad con aeropuerto muy internacional porque previamente hay que coger otro avión o un tren. Cuando te subes al avión de tu destino llevas al coleto un buen montón de horas. El primer taxi, el tren (con su primera cola), el segundo taxi y la segunda cola para las maletas – que puede ser la tercera si tienes que pasar a recoger visado por la oficina del mayorista en el aeropuerto -. Llega la siguiente cola, colísima, para entrar en la zona de embarque, todos rebuscando a ver qué cuerpo del delito se ha quedado olvidado en el fondo del equipaje de mano para echarlo en el depósito dispuesto a tal efecto. Y últimamente un segundo chequeo aleatorio si viajas a Estados Unidos: si tienes la suerte de que te cante la tarjeta de embarque, viene a por ti un policía y se te lleva con tu equipaje de mano para abrirlo todo y registrarte toda todita. Y a esperar hasta la otra cola para subir al avión, donde intentaremos acoplarnos para pasar las ocho o diez horas de vuelo. Ahorro al lector dichas horas, repletas de dolor de piernas, de comida con sabor a plástico y de tedio. Y llegamos. Otra cola para salir del avión, otra para pasar el control y dirigirnos a recoger las maletas, si llegan. Todos mirando el agujero por donde se supone que tienen que salir, ansiosos, preocupados, caray, cuánto tardan. A algunos suertudos les llegan en seguida. Otros esperamos. Y empiezan las cavilaciones, lo que anima es que todavía hay gente esperando: todas no las pueden haber perdido. Pero cuando vamos quedando menos, es cuando llega el miedo, a veces, misterio, quedan solamente varias personas cuyas maletas no llenarían una de las camionetas de reparto. Cuando finalmente se asoman por el agujero, la sensación de placer es indescriptible, qué suerte, no se han perdido. Se cargan en el carrito y se sale al país de vacaciones. Ahora solamente falta encontrar a la persona que lleva el cartel del mayorista, esperar a más turistas del mismo autobús, hacer la cola para subir y mirar por la ventanilla hasta que se llega al hotel de destino. Una vez allí, se hace la última cola del día para registrarse y coger la llave de la habitación, esperar a que suban las maletas e intentar aclararse con los trastos, ya que quienes tienen una larga experiencia de pérdida de maletas, se reparten las cosas con la persona con quien viajan para tener algo que ponerse si se pierde una de las dos. Al final, renuncias a ponerte la crema de las arrugas – a pesar de que tienes una pinta horrible – pasas de lavarte los dientes y, como no encuentras el pijama, y tienes que prepararte la ropa del día siguiente, te dejas caer en la cama después de la ducha como Dios te trajo al mundo. Tienes que dormir, ¿dónde he puesto el diazepan?, porque al día siguiente empiezan las vacaciones.

 

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